martes, 31 de mayo de 2011

El encantador de perros 3 (Río)

Al sur, unos 5 kilómetros por un camino agreste, el río del pueblo contagia una sabia mansedumbre. Sólo se escucha el ruido del agua juguetea con las piedritas que forman su escenografía. De vez en cuando, algún pájaro inoportuno interrumpe esa melodía para trinarle palabras al viento. Y nada más. La más absoluta de las nadas. O el todo, según como se mire...
Ricardo se había hecho amigo de ese espacio desde muy chico. Fue una tarde, cuando estaba por terminar la primaria, que descubrió ese paraíso. Desde entonces, es su paraíso. Llegó deambulando, camimando sin rumbo y sin snetido, masticando la derrota por su primera derrota amorosa. La Chiqui era la más linda del grado. Aquel día de la llegada de la primavera, perfumado y engominado, le regaló un chocolate con dedicatoria. "Gracias", dijo la agraciada niña, y lo guardó en el bolsillo derecho. De inmediato, sacó del bolsillo derecho otro chocolate, mucho más grande, relleno de dulce de leche, con agregados de fruta. Tenía la firma de Nahuel. La Chiqui lo abrió, le dio un mordisco y se fue con el otro compañero. Desde ese momento, Ricardo se autoconvenció que las mujeres eligen primero tamaño y cantidades. "Son tus primeras lágrimas por una mujer. Ya tendrás muchas más", le aventuró ese 21 de septiembre mamá Tomate. "Nunca entenderás el universo femenino. No importa, hay que disfrutarlo, no entenderlo", le aconsejó papá Cebolla.
Dos décadas después, el río lo abrazaba igual que aquella vez. Le ofrecía lo mejor de sí y no le pedía nada a cambio. Cuando el alma aprieta, Ricardo Lechuga Amuchástegui se tirá siempre a la sombre del mismo árbol. En su tronco, anotaba los nombres de todas sus fracsasos amorosos. A veces le daba vergüenza relojear tantos fracasos. Se tapaba el ojo izquierdo y con el derecho pispeaba la lista. La secuencia se repetía como un calco: paulatinamente alejaba las manos de su rostro, y sus dos pupilas se clavaban en esos nombres. Muchos nombres. Y se decía en voz baja: "Para ganar hay que aprender". Después, tomaba fuerza, y elevaba el tono. "Para ganar hay que aprender". Hasta que su voz se vovlía grito: "PARA GANAR HAY QUE APRENDER".
"Guau, guau, guau". Lechuga se asustó. Su ritual solitario y secreto de tantos años se había interumpido por primera vez. Un coker marrón, de orejas largas y pelos revueltos, contemplaba la escena. El perro miraba al hombre. El hombre miraba al perro. "Guau, guau", ladró el animal nuevamente, con un sonido más potente. Ricardo, ya menos sorprendido por su nueva poder de entender el idioma canino, se apiadó del coker y le dijo: "Uy, es triste lo que me contás. Uno a veces piensa que está mal pero solo necesita un empuje del viento. Este es mi lugar, mi paraíso, acá vengo a que el viento me empuje. Caminemos río abajo, que hay más paraíso".
Juntos eligieron ese camino. Lo recorrieron en silencio, sin necesidad de palabras. Estaba todo dicho. Parecía que llegarían hasta el océano. Hasta que, de la nada, apareció una chihuahua y el coker movió la cola y se fue a olerla. Ricardo sonrió y siguió solo. El perro ladró. Lechuga le contestó: "No, gracias a vos y hasta siempre".

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