lunes, 30 de diciembre de 2013

Año nuevo, vida nueva.



“No tengo nada de tres estrellas como siempre piden ustedes, chicuelos. La 214 está ocupada. Pueden subir a ver la 206 y si les gusta se quedan. Si no, se van”. Cinco minutos después, la respuesta obvia:
-No da, muy chiquita, poco aire acondicionado. Gracias amigo, pero vamos a otro lado, si?
-No hay problema, chicuelos. Ustedes son clientes. Vienen siempre. Disculpen pero estamos cerca de fin de año y se llena, je. Se ve que todos tienen ganas, no? Todos quieren pasar unas buenas fiestas. Eso, chicos, que pasen una buena fiesta. Feliz año nuevo. Con amor y respeto.
-Gracias, feliz año.
El vidrio polarizado del telo dejaba ver las dos caras de un lado, pero tapaba la del empleado. La noche siguió con todas las rutinas de siempre: la pareja en el albergue siguiente destilando sexo. El empleado en el albergue de siempre alquilando refugios para sexo.
La mañana los devolvió a sus rutinas. “Hola mi amor, mucho trabajo anoche en el telo… Me tiro un rato y después hago las compras de año nuevo”, le dijo el empleado a su esposa. Pausa y agregó: “Hoy el súper tiene buenas ofertas”.
“Hola mi amor, mucho trabajo anoche en el balance anual de la fábrica… Me tiro un rato y después vamos a hacer las compras de año nuevo”, le dijo la mujer a su esposo apenas pisó su casa. Pausa y siguió: “Pero vamos al súper de más allá que tiene mejores precios”.
El súper estallaba de gente. La pareja puso el carrito en la caja más vacía y fue a buscar las gaseosas. Cuando volvieron, otro chango estaba delante suyo. “¡Qué hacés tarado! ¿No ves que estábamos nosotros? ¡Rajá para atrás, gil o mi marido te mata a golpes!”. El hombre de unos 50 años, dueño de vozarrón inconfundible, respondió: “No señora, no los vi. Si los hubiese visto, no me habría metido. Y si se trata de ver, nunca olvido una cara. Nunca. Chicuelos…”.
No hizo falta decir nada más. Sus curvas se estremecieron de norte a sur. Pese a los 40 grados, se le congeló cada uno de sus poros. Sus pechos poderosos parecían montañas gélidas. Su boca tartamudeaba silencios. Hasta que con hilo de voz, ella le contestó:
-Perdón, señor. Perdón…
-No hay problema. Todos quieren pasar unas buenas fiestas. Eso, chicos, que pasen una buena fiesta. Feliz año nuevo. Con amor y respeto.
La habitación 214 perdió a sus mejores clientes…

domingo, 20 de octubre de 2013

El encantador de perros, Capítulo 6: Patito

Por dónde empezar. Por dónde seguir. Qué mirar para atrás. Qué esperar más adelante. Encrucijadas que el viento le soplaba al oído a Ricardo Lechuga Amuchástegui. Se sabe, el viento suele soplar esas dudas, que revolotean por el aire y caen de la nada en la vida de cualquiera de nosotros.
La cabeza iba y venía. Dudas. Certezas. Pasar los hojas del pasado y tratar de preguntarle al destino cómo están escritas las que vienen. Pero no, el destino es malo y egoísta y nunca comparte sus secretos. Tal vez, lo mejor ya pasó. Tal vez, esté por venir. Tal vez haya estado en un cine. Tal vez esté a la vuelta de la esquina.
Lechuga era amigo de los pensamientos. Pensaba y pensaba, quizá por el aburrimiento. A veces llegaba a alguna conclusión. Otras, no. Aunque se quiera, no siempre se llega. Esa noche, como tantas, eligió tomar la avenida principal del pueblo rumbo norte, hasta donde la calle se hace ruta, y la ruta se hace noche.
Era una noche de miércoles. Por el día. Por la esencia. Y cuando las piernas ya le rezongaban tanta caminata rumbo a la nada, el destino le hizo un guiño a su soledad. Cuatro patas, un hocico manchado, pelo marrón claro tirando a rubión, y unos ojos tristes de tanto andar. "Uy, no, lo que me faltaba, otro diálogo con un perro. Me voy a volver loco. No quiero más perros que me hablen".
El perro, callejero, lo miró, lo olfateó, y siguió sus pasos sin siquiera chistar. En silencio, el más absoluto silencio, caminaron un buen rato. Lechuga pegó la vuelta. El perro, de raza callejera, decidió acompañarlo. Allá, a lo lejos, el sol pedía permiso para comenzar su trabajo de todos los días. Ricardo no aguantó más y, a un costado de la ruta, se tiró en el pasto a esperar el amanecer.
-Yo también voy a tirarme un rato. Estoy cansado de andar y andar, le dijo el can.
-Dale...
-Dale...
-¿Cómo te llamás?
-Patito.
-¿Qué?
-Sí, Patito. Es una larga historia...
-Bueno, cada uno tiene el nombre que le toca. ¿Querés decirme algo antes de seguir caminando?, le preguntó Lechuga .
-Sí. Cuando se deja todo en la cancha, cuando se jugó el partido con el corazón, las jugadas lindas siempre sobreviven en la memoria. Siempre. Aunque duela la derrota del partido. 
-¿Qué? No te entiendo.
-Se lo dije al viento. El sabe soplar las palabras hacia los odios que correspondan. ¿Seguimos caminando?
-Sí, sigamos...

lunes, 14 de octubre de 2013

El encantador de perros, Capítulo 5. Zoo.

Perros. Gatos. La gran ciudad se divide en perros y gatos. Ellos se acomodan a sus dueños o vagabundean por las calles. Quien sabe cuales serán más felices. Seguramente, los que pasean con cadena enviadarán la libertad de los que andan sueltos en la calle. Seguramente, los sueltos enviadarán a los que tienen siempre un plato de comida caliente cuando la panza cruje. Los hombres siempre quieren lo que no tienen. Los perros y los gatos, es posible que también.
Perros. Las ciudades chicas, los pueblos perdidos en el tiempo, son dominados por los perros. En la estación de micro, donde van y vienen almas que buscan destinos perdidos, siempre hay perros que ladran las partidas y mueven la cola en las llegadas. Como dando bienvenidas; como chumbando las partidas.
Ricardo Amuchástegui quería alejarse de los ladridos. Tenía un don y ese don lo atormentaba. Las virtudes no son tales sino se las sabe aprovechar. Y, a veces, se corre el riesgo de que se produzca una metamorfosis y se conviertan en defectos. Lechuga no sabía que hacer con ese don de entender el significado del guau. Hasta que una noche, pensando en la nada mientras miraba la trasnoche de Animal Planet, pensó: "¿Serán solo los perros?".
Al día siguiente, bien temprano, fue a la Terminal. Se puso tapones en los oídos para no escuchar los ladridos. Pidió un boleto para la capital, de ahí tomó un colectivo derecho de Retiro al Zoo, compró el pasaporte e ingresó. Primero los patos, después los osos, los elefantes, los leones, los monos, las jirafas. Cada animal emitía su sonido, y Ricardo lo escuchaba como si fuera música de la más bella naturaleza. No había nada más que eso, el ruido. O el silencio. A veces el ruido es silencio. A veces el silencio es ruido.
Llegó a la puerta de Libertador tras recorrer todo el predio. Feliz, encaró directo a la salida. Suspiró y se dijo: misión cumplida. Su don (o no don) se reducía solo a los perros. Cruzó la reja y justo, en ese instante, pasó por delante suyo un paseador de perros con 20 riendas.
El miedo invadió el cuerpo de Lechuga. Fue un momento que duró una eternidad, con la tensión de los momentos que duran eternidades. Los perros pasaron en silencio. Ricardo reaccionó de dos maneras. Primero río con alivio. Luego, se preguntó: "¿Por qué no habrán ladrado? ¿Me tendrán miedo ellos a mí porque saben que los entiendo?".
Corrió a Retiro, sacó el primer pasaje para su pueblito querido, llegó a la estación, bajó sin tapones en los oídos y suspiró aliviado cuando un perro sin raza le ladraba y le decía: "Bienvenido a casa".

martes, 8 de octubre de 2013

El encantador de Perros: Capitulo 4. El Mudo.

"Todos los hombres tenemos dudas. Siempre. No es malo tener dudas, porque lo bueno es que permiten encontrar respuestas". Una madrugada perdida en el bar del pueblo, papá Cebolla le había dejado esas palabras grabadas en el oído a su hijo Ricardo Lechuga Amuchástegui. Eran tiempos donde la adolescencia no quería irse, pero el hombre que llevaba dentro inevitablemente le golpeaba la puerta con ímpetu.
Desde ese día, Ricardo no le teme a las dudas. Es más: las respeta. El proceso es sistemático: aparecen, las enfrenta, se libra una pulseada fervorosa y, por último, llega la idea que triunfa. Entonces, Ricardo se siente liberado. Mamá Tomate ya conoce su sonrisa aliviadora después de esa rutina. "Ganaste", le dice cuando percibe que Ricardo logró resolver alguna encrucijada de esas que se enroscan en el alma y no encuentran la salida del laberinto.
Pero esta vez, la duda lo carcomía más que nunca. "¿Puedo entender lo que me dicen los perros? ¿Cómo es que comprendo cuando me dicen guau? ¿Será fantasía? ¿Será realidad? ¿Seré un genio o me estaré volviendo loco? ¿O las dos cosas?". Las preguntas brotaban como agua de cascada y quedaban estancadas abajo, en el arroyo interior que no lleva a ninguna parte.
Ricardo necesitaba compartir su realidad, pero no encontraba con quien. Sus amigos no lo entenderían. Sus padres menos. Pensó en un psicólogo, pero recordó que el espcialista del pueblo de al lado tiene un perro: un pit-bull llamado Freud, con cara de malo y ladrido furioso. "A ver si voy y el perro me analiza con un simple guau", pensó. Idea descartada.
Entonces recordó a su ex compañero de secundaria, el Mudo Gomas. En dos años nadie le conoció la voz en el curso. Por eso lo llamaban mudo. Hasta que un día, cuando terminaba segundo año, en una fiesta de 15, sorprendió a todos. El disc-jockey hizo un silencio inoportuno justo cuando el Mudo le decía a Ricardo: "Viste que gomas tiene la prima de la del cumpleaños. Que gomas. ¡Que gomas!".
El Mudo vivía en las afueras del pueblo, en una casita a unos 300 metros de la ruta, a la que se llegaba por un camino de tierra y piedras, solo caminando. Quien sabe porqué, a Ricardo le gustaba visitarlo de vez en cuando. Bah, en realidad, es sabido porque: le gustaba sentirse escuchado. Y eso es lo mejor que hacía el Mudo: escuchar.
-Mudito, tengo un problema. Puedo entender lo que me dicen los perros. En serio, comprendo cuando me dicen guau.
El Mudo no reía. Nunca. Pero esa vez, no aguantó y lanzó una carcajada.
-No seas boludo, ayudame. No sé que hacer.
El Mudo seguía riendo. Cuando paró, cinco minutos después, le dijo: "A ver, hagamos una prueba". Lanzó un chiflido al viento y rápido apareció Bernardo, su boxer. "Bernardo, decile algo al amigo Lechuga", le pidió el Mudo a su perro. Siguieron dos ladridos cortos y uno largo.
-A ver, ¿qué dijo?, inquirió el Mudo.
-Me pidió algo.
-No me digas, en serio.
-Sí.
-¿Qué te pidió?
-Que te diga algo.
-¿Qué cosa?
-Que te diga que dejes de llorar por las noches, que esta vida no es vida así. Que hagas cosas que te gusten, que pruebes, que intentes, que salgas, que te ciagas y te levantes.
El Mudo se puso a llorar desconsoladamente. Ricardo le dio un abrazo y se fue despacito por el camino de tierra. A los pocos metros, Bernando ladró. "Dice que tiene hambre, Mudo". Y siguió hasta la ruta con las dudas todavía sin resolver.

miércoles, 2 de octubre de 2013

El encantador de perros, Capítulo 3 (Río)

Al sur, unos 5 kilómetros por un camino agreste, el río del pueblo contagia una sabia mansedumbre. Sólo se escucha el ruido del agua que juguetea con las piedritas que forman su escenografía. De vez en cuando, algún pájaro inoportuno interrumpe esa melodía para trinarle palabras al viento. Y nada más. La más absoluta de las nadas. O el todo, según como se mire...
Ricardo se había hecho amigo de ese espacio desde muy chico. Fue una tarde, cuando estaba por terminar la primaria, que descubrió ese paraíso. Desde entonces, es su paraíso. Llegó deambulando, caminando sin rumbo y sin sentido, masticando la derrota por su primera derrota amorosa. La Chiqui era la más linda del grado. Aquel día de la llegada de la primavera, perfumado y engominado, le regaló un chocolate con dedicatoria. "Gracias", dijo la agraciada niña, y lo guardó en el bolsillo derecho. De inmediato, sacó del bolsillo izquierdo otro chocolate, mucho más grande, relleno de dulce de leche, con agregados de fruta. Tenía la firma de Nahuel. La Chiqui lo abrió, le dio un mordisco y se fue con el otro compañero. Desde ese momento, Ricardo se autoconvenció que las mujeres eligen primero tamaño y cantidades. "Son tus primeras lágrimas por una mujer. Ya tendrás muchas más", le aventuró ese 21 de septiembre mamá Tomate. "Nunca entenderás el universo femenino. No importa, hay que disfrutarlo, no entenderlo", le aconsejó papá Cebolla.
Dos décadas después, el río lo abrazaba igual que aquella vez. Le ofrecía lo mejor de sí y no le pedía nada a cambio. Cuando el alma aprieta, Ricardo Lechuga Amuchástegui se tira siempre a la sombre del mismo árbol. En su tronco, anotaba los nombres de todas sus fracasos amorosos. A veces le daba vergüenza relojear tantos fracasos. Se tapaba el ojo izquierdo y con el derecho pispeaba la lista. La secuencia se repetía como un calco: paulatinamente alejaba las manos de su rostro, y sus dos pupilas se clavaban en esos nombres. Muchos nombres. Y se decía en voz baja: "Para ganar hay que aprender". Después, tomaba fuerza, y elevaba el tono. "Para ganar hay que aprender". Hasta que su voz se volvía grito: "PARA GANAR HAY QUE APRENDER".
"Guau, guau, guau". Lechuga se asustó. Su ritual solitario y secreto de tantos años se había interrumpido por primera vez. Un coker marrón, de orejas largas y pelos revueltos, contemplaba la escena. El perro miraba al hombre. El hombre miraba al perro. "Guau, guau", ladró el animal nuevamente, con un sonido más potente. Ricardo, ya menos sorprendido por su nueva poder de entender el idioma canino, se apiadó del cocker y le dijo: "Uy, es triste lo que me contás. Uno a veces piensa que está mal pero solo necesita un empuje del viento. Este es mi lugar, mi paraíso, acá vengo a que el viento me empuje. Caminemos río abajo, que hay más paraíso".
Juntos eligieron ese camino. Lo recorrieron en silencio, sin necesidad de palabras. Estaba todo dicho. Parecía que llegarían hasta el océano. Hasta que, de la nada, apareció una chihuahua y el cocker movió la cola y se fue a olerla. Ricardo sonrió y siguió solo. El perro ladró. Lechuga le contestó: "No, gracias a vos y hasta siempre".

viernes, 27 de septiembre de 2013

El encantador de perros 2: La Gordita

Ricardo Lechuga Amuchástegui conoce como la palma de sus manos las calles del pueblo donde vive. Todas y cada una de las esquinas. Los negocios. Las sombras y los soles. Los pisos, los cielos y las lluvias. Y las caras... Tantas caras. Tantas historias con rostros poblados de pasado.
Alguna vez Jorge, un primo lejano de Buenos Aires al que apodaban Rabanito, le cuestionó el estilo de vida en un lugar donde todos pero todos se conocen. “¿Qué privacidad podés tener si a cada paso tenés que saludar a alguien?”, le espetó Rabanito. Ricardo nunca se define: a veces ama vivir en su pueblo y lo siente su lugar en el mundo. Otras ansía con volar lejos, muy lejos, para empezar de cero en un lugar donde no conozca absolutamente a nadie.
Ese amanecer, aun con el rostro algo ensangrentado por la corrida nocturna, y tras tomar un camino distinto al de los dos perros ovejeros, recorrió y recorrió por las calles en las que tantas zapatillas había gastado de chico, de adolescente, de joven... Se limpió un poca la cara en el baño en la estación de servicio de la ruta, y volvió a su casa, del otro lado del pueblo. Tenía certezas y dudas por igual, una ecuación que nunca puede ser sana.
Siguieron días inquietos y de preguntas. Soño una y mil veces con la Emilse, la damita que se le metía en los sueños sin pedir permiso. Soñó alguna vez con el padre de la Emilse, el comisario, que también se introducía en sus sueños de manera intempestiva, violenta y amenazante. "¿Cuándo la ciencia inventará algo para sólo soñar sueños lindos?", se preguntaba siempre. "Si la vida fuese hecha de rosas sin espinas, no podríamos valorar realmente el aroma de la flor", le dijo alguna vez Cebolla, su padre. "De los sueños feos también se aprende", fue la enseñanza de Tomate, su madre.
Pero más allá de los sueños dormidos, Lechuga pasó muchas horas de esos días desvelado por el episodio que vivió con los ovejeros. Sus ladridos, y sus mensajes. Fantasía o realidad. Se convencía que no podía ser, que seguro había sido el efecto del golpe en la cabeza que le provocó alguna alucinación. Igualmente, cada vez que se cruzaba con un perro, lo miraba fijo a los ojos esperando una señal. Un gesto. Algún indicio. Pero las señales no llegan cuando se las busca, sino que, caprichosas, aparecen de la forma más inesperada.
"Chau Rosita", saludó esa mañana otoñal a la gordita de la esquina, la hija del verdulero, que baldeaba la vereda como cada día de su monótona vida. "Chau Ricardito", respondió con su tono meloso, ciertamente dulzón. Unos metros más allá, Simón, el perro de la señora González, un Jack Russell simpático como todos los Jack Russell, contempló la escena. Cuando Lechuga pasó frente a él, le ladró varias veces mientras movía el rabito y le tironeaba la correa a su dueña.
Ricardo se puso blanco. Dio vuelta y miró a Simón. El perro le mantuvo la mirada fija. La señora González, siempre inoportuna, interumpió el contacto: "Buen día vecino". Simón volvió a ladrar. Ahora fueron tres veces. Ricardo entendió cada letra de ese triple Guau: "Boludo, la gordita está muerta con vos". "¿Te parece?", le respondió Lechuga. "¿Si me parece que cosa?", se metió la señora González. "Sí, seguro. Yo que vos le tiró los perros", ladró Simón. Después tomó su pelotita de tenis del piso y se metió en la casa. Antes de entrar, giró y miró por última vez a Ricardo. "Creo que el perro me guiñó un ojo", se quedó pensando...

sábado, 21 de septiembre de 2013

El encantador de perros, Capítulo 1


Sólo la luna iluminaba esa noche oscura, tenebrosa, digna de la mejor película de terror. En el campo, apenas se veía un lejano reflejo de los autos que destellaban allá, en la ruta, algunos kilómetros al sur. Al norte, se divisaba el rancho de los Gómez por el foco que dejan prendido en la puerta de la tranquera. El resto era la nada misma. Nada.
En el medio del pasto, tirado, con un hilo de sangre corriendo por su frente y un pedazo de bosta de vaca a centímetros de su cara, Ricardo Lechuga Amuchástegui duerme. En los últimos cinco minutos corrió y corrió por la noche oscura, hasta caer desmayado. Dos ovejeros alemanes que lo persiguieron desde la casa de los Gómez fueron testigos tranco a tranco de esa carrera desenfrenada. Lechuga estaba escapando de la muerte. Y también escapaba de sí mismo.
En las horas anteriores a esa corrida que derivó en el desmayo, Lechuga volvió a equivocarse de camino. "El destino pone siempre a optar por dos caminos, sólo es cuestión de saber elegir", le dijo una vez su padre, a quien apodaban en el pueblo Cebolla, porque de tan feo hacía llorar. El problema es que Ricardo, que odiaba que le digan Ricky, elegía generalmente mal. "Si no es esta, será la otra. La vida siempre da nuevas oportunidades", le repetía su madre, apodada Tomate porque era pelirroja, cuando veía a su único hijo con lágrimas en sus mejillas por un nuevo desengaño amoroso.
Algunos coleccionan estampillas. Otros, recuerdos de viajes. También hay quien guarda billetes de varios países. Lechuga coleccionaba revistas deportivas y fracasos con mujeres. Tenía una colección muy grande de cada una. Recorría esas páginas de viejos goles de su querido San Lorenzo y se emocionaba. Recorría las páginas donde anotaba las historias de amores muertos antes de nacer, y quien sabe porque, pero también se emocionaba. Será por su condición de fiel escucha de Sabina que se le pegó hasta el alma eso de "no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió". Es que a Ricardo un vistazo le sobraba para sentirse enamorado. Y esos segundos duraban eternidades de felicidades. No hay medida de tiempo para los momentos felices; sólo se viven.
Lo cierto es que esta vez, antes de la corrida y antes del desmayo, Ricardo siguió sus instintos e intentó un nuevo acercamiento con la Emilse, una rubiecita de ojos color cielo, cara tierna y mirada triste, que parecía sacada de un cuento de hadas. "Parece sacada de un cuento de hadas", le dijo alguna vez a su amigo El cabezón Andrés, al que a veces llamaban Zapallo. "No es para vos. Primero, no te va a dar bola. Segundo, es la hija del comisario. ¡Te va a cagar a tiros! Andá por otro lado".
No le hizo caso. En realidad, fue la caprichosa moneda: salió cara y eso significaba que tenía que tomar el camino del intento para llegar hasta la Emilse. En realidad salió ceca, pero Lechuga se mintió a sí mismo y dio vuelta la moneda, mientras le guiñó un ojo al espejo cómplice. Lo que siguió fue una caminata hasta las afuera del pueblo, donde viven los Gómez. Después continuó con una piedrita en la ventana de la rubia de ojos color cielo, un ruido molesto y sospechoso para el comisario, y una amenaza del oficial, escopeta en mano, cuando se asomó por la puerta y lo vio a Ricardo, con impecable peinado a la gomina, con otra piedrita en la mano: "Tenés 20 segundos para desaparecer de mi vista".
Lechuga corrió más que ese puñado de segundos. Los perros del comisario lo acompañaron en su huida frenética, con la adrenalina recorriendo su frente, justo por donde ahora la sangre manda y gobierna después de la abrupta caída. Por un largo rato, los ovejeros lo lamieron para despertarlo. Los lengüetazos lo volvieron en sí. De a poco recobró la conciencia y sus salvadores le dieron la bienvenida a la nueva vida con una serie de ladridos. Lechuga los escuchó y, de golpe, abrió rápidamente los ojos. Miró para un lado, y nada. Al otro, y nada. A lo lejos, lucecitas. Ricardo no entendía de donde venía la voz grave que le decía: "Pelotudo, ella no es para vos". Otra, menos gruesa, le recriminaba: "¿Cómo vas a tirarle piedritas en la ventana? ¡Bobo!".
Ricardo se frotó los ojos, se rascó los oídos con fuerza y se dio cuenta lo que sucedía: las voces eran de los perros. ¡Entendía que significaba guau! De repente, los perros se callaron. Lechuga los miró y les dijo: "Ya me parecía que estaba alucinando". La noche se hizo más amiga del silencio, hasta que el perro de ladrido más grueso le clavó los ojos y le contestó: "Guau, guau, guau". Ricardo no podía creerlo. El ovejero le preguntaba: "¿Te vas a quedar toda la noche ahí tirado?". Lechuga se paró y, con una alpargata menos, comenzó a caminar con la Luna iluminando sus pasos, con los perros listos para seguirlo y respondió: "Vamos para allá".

sábado, 14 de septiembre de 2013

Hotelandia

Cuatro décadas atrás, a 100 kilómetros al norte de la capital, se fundó Hotelandia. El paisaje era inmejorable, con las sierras rodeando todo, hacia cualquiera de los cuatro puntos cardinales. Para acá, un río caudaloso. Para allá, una cascada briosa, feliz de regar todo con su fruto hasta desembocar en un laguito de plácida agua tibia.
La ruta ya había dejado de ser un problema. El viejo camino rocoso, casi intransitable, se asfaltó al tiempito del nacimiento. El progreso y el éxito del proyecto hicieron que en pocos años el gobierno de turno asfaltara el camino. El micro que dejaba a los visitantes a cinco kilómetros sin poder avanzar más por la espesa vegetación, llegaba ahora hasta la estación de la ciudad. Hubo un almacén, después tres, y ahora gobierna un súper chino. Y negocios, y bares, y restaurantes, y hasta una modesta pero digna sala de cine. El último estreno fue Batman, con 80 personas en la sala, 20 asientos libres y ningún incidente reportado.
El progreso había sorprendido a los fundadores de Hotelandia. Algunos acompañaron el progreso de la villa desde el primer día hasta hoy. Otros dejaron a las próximas generaciones seguir las huellas. Ya no eran aquellos jóvenes pujantes. Se habían convertido en estos viejos que miraban la vida pasar, esperando nada y todo. El tiempo pasa, y en una mano ofrece todo y en la otra nada. El secreto es saber elegir...
Cuatro décadas atrás, tres jóvenes rebeldes se cansaron de todo y concordaron empezar de cero. Decidieron fundar la ciudad de los hoteles temáticos. Eran tres, para empezar, aunque le siguieron muchos más que fueron mimetizándose con las necesidades de los tiempos. El último es el hotel Caniggia: es furor entre quienes el estrés los golpeó y necesitan desenchufarse y poner su cabeza en blanco una semana. También está el hotel político, construido en tiempo récord con dudosos fondos: todos mienten. Si el conserje dice que el hotel está lleno, entonces está vacío. Para la cena, al que pide milanesa lo entienden y le traen ñoquis. Pero está por cerrar: evasión impositiva, otra mentira.
La vida ha llevado a los entusiastas fundadores por distintos caminos, hasta volver a reencontrarlos este miércoles de primavera, con un asado en el medio de la nada, para festejar los 40 años de Hotelandia. "¿Te acordás el que quiso hacer el hotel temático del dulce de leche y lo tuvo que cerrar por invasión de bichos?", recordaban riendo entre anécdotas. "¿Y el que hizo el hotel temático punk y se lo destruyeron los huéspedes en dos días?".
Palabra va, palabra viene, las palabras siempre terminan apuntando a uno, como dardos cargados con el veneno de la verdad. Confesión va, confesión viene, las confesiones siempre desnudan a las personas, pero después dejan el alma sin pesos, sin presiones, sin más estigma que el de la libertad.
El dueño del hotel del amor cuenta: "Me fue bien. Pude vivir, darme gustos, trabajo nunca faltó y según mis estadísticas mantuve un 75% de ocupación en todos los años. Pero tuve que asesorarme todo el tiempo, muchos consejeros, muchos balances altos y bajos. Es lindo, estoy contento, pero el esfuerzo es agotador".
El dueño del hotel de la moda narra: "Yo tuve épocas de cinco hoteles, otras en las que tuve sólo el inicial. Fue y vino. Mucha inversión, ustedes saben. Que la ropa así y al año siguiente no se usa. Que el paddle y al año siguiente no más paddle. Que los videoclubs. Que Lady Gaga. Que la militancia... Ustedes conocen cómo somos las personas: nos dejamos llevar como un rebaño sin saber nunca quien es el pastor que baja las órdenes. Eso es lo que menos importa. La clave es ser parte del rebaño y seguir".
Hubo un silencio. La mesa ya estaba servida. Las achuras a punto, las ensaladas bien condimentadas, a la carne le faltaba un poquitín. En el aire, sólo el sonido de los pájaros. "Te toca, che". El dueño del hotel de los corazones rotos, introspectivo, como siempre, sabía que tenía que dar la receta de su éxito: una cadena en todo el mundo con 100 franquicias, la última en Punta Cana.
-¿Y che? ¡Contá!. 
-Nada, que se yo. Un par de blues siempre sonando, alguna película de esas de llorar en la TV y nunca fotos de mujeres en las paredes. Mi hotel es solo para hombres. Por eso es un éxito. Son mejores clientes. Más duraderos. Más fieles.
-Pero che, sólo con eso no podés hacerte millonario.
-Es cierto. Tal vez la clave, entonces, sea que nunca busque la fórmula mágica. Seguí el instinto, seguí la vida. Fue un negocio de sentimientos. Y nunca se rompió.

domingo, 8 de septiembre de 2013

De silencios y palabras

En la mesa, dos cadáveres: el de una tira de asado y el esqueleto de una pata de pollo. Además, dos papás fritas sobrevivientes y los restos de un tomate ignorado, perdedor ante la lechuga y la cebolla. En la mesa, la estela de las palabras dichas con gusto a derrota.
-Tenés que olvidarla. Ya van nueve meses. La vida sigue.
-No puedo. La pienso todo el tiempo. Es el amor de mi vida...
-No, la idealizás. Mucho. Demasiado. Ni siquiera vivieron juntos. Nunca. Hay que seguir. Tenés que salir.
En la mesa, siete días vividos y malgastados y una charla repetida. De nuevo, un puñadito de fideos despreciados y, enfrente, en el otro plato, las migas de pan cómplices de los ñoquis a la bolognesa que ya no están. Y, las palabras, siempre las palabras que, de tan repetitivas, aburren.
-Estás siempre parado en el mismo lugar. Peor: en vez de avanzar, retrocedés.
-Es la mujer de mi vida. Lo se...
No valía la pena insistir. Mejor el silencio como toda respuesta negativa. Hay silencios que dicen todo. Más que mil palabras que nunca enderezaron ni enderezarán el desamor de una historia de pasión nacida para ser así, torcida y desviada. Fue un verano de juventud, apasionado e infinito. Con promesas de mil y una noches, de mil y una vidas juntos. Hasta que los pedazos de ese sueño roto se desparramaron por el piso.
El azar hizo el resto. Ya de grandes, señora y señor de cuatro décadas, el destino se burló del recuerdo y los puso de nuevo frente a frente. Un subte perdido y un recuerdo encontrado en el vagón siguiente. Unos segundos de miradas. Varios minutos de abrazos y besos.
Lo que siguió fue todo muy rápido: amantes a escondidas y proyectos a contramano. Si de jóvenes sus vidas iban por veredas distintas, ahora directamente no coincidían ni en la misma calle. Pero el amor es tuerto y el enamoramiento es ciego. El vio lo que quiso ver y no vio lo que la venda de sus ojos le impedía. Se quedó en el pasado y en los sueños soñados. Y se olvidó de que enfrente estaba una mujer casada, con una hija recién adoptada, y con un corazón clínicamente lastimado que latía cada día con menos fuerza.
Ella vio lo que quiso ver y vio una vida imposible de desenredar. No había hilo suficiente como para tejer una nueva. Entonces, cortó por lo sano: "Adiós y buena suerte, hasta el próximo subte". Se fue. Se calló todas las palabras del teléfono y del mail. Ni una respuesta al celular mudo. Desapareció de todos lados, menos de su cabeza.
"No entendés, nunca me vas a entender. Es el amor de mi vida, no importa nada más”, repitó por enésima vez antes de aquel viaje laboral. En el plato, no quedaba ni una pizca de la milanesa napolitana. "A la vuelta, asado. Y a la vuelta, salimos a un cabaret. O al cine aunque sea", se le retrucó buscando quebrar la muñeca en la pulseada de su alma.
Hubo silencio. Un silencio que hablaba. Latía. Gritaba. El mismo silencio que, a la vuelta, con el asado frustrado, fue el dueño del mundo cuando se escuchó del otro lado de la línea teléfonica: "Murió ayer. Me avisó la madre. Y yo estaba afuera. No la veía hace meses. Ni siquiera pude despedirla. Se fue. Se me fue el amor de mi vida".
No valía la pena insistir. Mejor el silencio como toda respuesta afirmativa.

martes, 3 de septiembre de 2013

Pochoclito

"Perfecto. Una excelente afeitada".
Al fin, después de cuatro meses, el miércoles iba a tener su primera salida en esta nueva etapa de soltero. Parece que la gordita de la vuelta dijo que sí. "Se hizo rogar la guachita. Eso tienen las minas. Saben mejor que nosotros cuando apretar el acelerador y cuando poner el freno. Nos manejan a su antojo", se decía mientras se miraba al espejo y se pasaba la mano por su rostro de aquí para allá, buscando algún pelo rebelde que se haya negado a salir apegado al rubor de la mejilla, el mentón o algún otro recoveco de la cara.
En realidad había una alta probabilidad, pero ninguna confirmación. Lo de la gordita, ese tema. Ya había suspendido dos veces. O era tímida, o no tenía la menor intención pero no quería lastimar con un no. Buenita la gordita...
Por las dudas había que estar listo. Y eso significa el mejor look posible, es decir, con barba de cuatro noches. "Hoy es sábado a la noche. Viene domingo, lunes, martes y miércoles. Perfecto", enumeraba mientras se esparcía la colonia y quedaba perfumadito y con olor rico, listo para ir a dormir. "Hoy es sábado a la noche", se repitió y, de inmediato, vio como ese ser que habita en el espejo, tan parecido a él, tan distinto a él, le hacía una mueca de resignación. "Hoy es sábado a la noche", se repitió. Y el gesto en el vidrio ya estaba desfigurado...
La remera de siempre, el pantalón de siempre, el colectivo de siempre, la fila del cine de siempre, y la pregunta de siempre de la vendedora: 
-¿Alguna promoción? ¿Quiere el súper combo de pochoclos y nachos? ¿O los chupetines nuevos con la imagen de los animalitos de Madagascar?
-No, gracias. Pero tengo dos por uno en entradas.
-Pero usted está solo, señor.
-Pero tengo dos por uno.
-Pero usted está solo, SEÑOR.
-¡Pero tengo dos por uno!
-¡Sí, pero usted está solo!
-No, nena. En la vereda hay una viejita que mira para adentro del Shopping. Tiene sueños en los ojos. Sueños de compañía, de que alguien le diga hola. De dejar de ser una estatua que nadie mira mientras su corazón se apaga cada día un poquitín más. Dame el dos por uno, por favor, nena.
La viejita miró la entrada una y otra vez. "Es de verdad, abuela". "Hace no sé cuantos años que no voy al cine, querido. La última fue Chicago, en 2003. Ganó el Oscar, ¿sabías querido?". "Sí, abuela, pero hoy quiero estar un poquito solo, la próxima la invito y hablamos más, ¿sí? Venga, subamos juntos, es por acá".
Le regaló el paquete más grande de pochoclos, aunque la abuela le haya divertido que le daban "gasecitos". Mitad arrepentido, mitad encantado, pensó en retomar la charla con la abuela. "¿Tiene niet...?". Esa letra O nunca salió de su boca. Murió sin ninguna explicación. También la ese. Bajando las escaleras, justo cuatro filas delante, una pareja se mimaba y besaba con ternura. De esos besos primerizos que parecen pedir permiso, con lenguas que quieren ser conquistadoras de universos ajenos, aunque todavía se muestran extranjeras del territorio que desean exploran de punta a punta. Chocan, se golpean, pero aun no se entrelazan.
-Cinco nietos. Dos, dos y uno. Dos de mi hija mayor, que es abogada. Dos del del medio, que es médico. Una del más chico, el músico, que es un tiro al aire pero parece que encontró una chica que lo encarriló. Pero los veo poco, porque mis hijos viven lejos y ellos no vienen y yo puedo moverme poco, ¿viste? Me cuesta caminar. Lástima mi marido, que murió apenas nació la nieta mayor. Un ataque al corazón, querido. Así, de un momento a otro. Muchas preocupaciones que no sirven para nada. Como vos, que estás preocupado por esa chica de adelante. ¿Querés pochoclito? No comiste ni uno...
-No, gracias. Tengo dos muelas con caries y el pochoc... Espere, abuela, ¿qué chica de adelante?
-Esa que mirás ahí, en la fila de adelante, querido. Esa que está besando a ese otro señor, justo ahora. Esa, esa misma. Esa que te hace humedecer los ojos. ¿Querés un pañuelo?
-No, no. Gracias.
-¿Hace cuánto, querido?
-Unos pocos meses.
-¿La extrañás mucho?
-A veces. Vio como es esto, abuela: la soledad trae recuerdos, los recuerdos traen nostalgia, la nostalgia trae tristeza, y la tristeza trae soledad. Es cíciclo. Y también verla así, tan, tan... Así, tan... Siento bronquita, ¿sabe? Ella decía que iba a tardar años en tener otro. Yo le decía que al revés, que habrá miles de buitres revoloteando por su nido. Las mujeres eligen, pero los buitres vuelan. Y yo nunca fui buitre, ni aguila. Tengo el doctorado de pichón en esta vida, abuela.
-Ah, sí, entiendo. Ayer vi un documental de ese canal de bichos raros, ese Animal Planet. Se aprende mucho, ¿viste? Los animales no se complican tanto. Eso es mejor. Uy, empieza la película, querido. Espero que no sea de llorar porque si no nos vas a ahogar a todos vos.
Era de llorar, pero nadie se ahogó. "Hiciste bien en ponerte esa revista en la cara cuando pasó la chica de la mano de ese tipo. Mejor no ver. Los ojos son asesinos del propio corazón. Yo soy medio miope, querido. Veo lo que puedo. Y aprendí a ver lo que quiero. Y ahora vamos yendo. Agarrame del brazo que me caigo, no puedo caminar bien. El reuma. Pero igual vos quedate tranquilo, el sábado a la noche voy a estar en el mismo lugar, si querés, y me invitás de nuevo. Mirá, sobró un poquito de pochoclito, ¿querés?”.

viernes, 30 de agosto de 2013

Nunca y siempre


Le dio su palabra y le juro por el Dios en el que ella sí creía. "Nunca te voy a olvidar. Nunca", le aseguró mirándolo fijo con sus ojos intensamente marrones. Y lo lloró un día, una semana. Un mes, dos, o tal vez tres. Quizá más, en una de esas menos. El tiempo no es una medida exacta cuando se trata de amor, olvido y otras yerbas.
Le dio su palabra: "No importa el final, ni los principios que vengan. Vas a ser siempre el hombre más importante de mi vida. Siempre", prosiguió con la mirada empapada pero, mágicamente, con un marrón todavía más intenso. Pero se sabe que cuando se trata de amor, olvido y otras yerbas, siempre es nunca. Porque en la vida, nunca es siempre.
Diez años pasaron. Algunos pelos menos, algunos kilos más. Dos chicos con camisetas furiosamente rojas juegan al fútbol en la vereda. Un pelotazo se va lejos, muy lejos. Tanto que cruza a la calle. El mayor de los gurrumines sigue de largo sin mirar quien, donde ni cuando. El auto apenas alcanza a frenar. Apenas. El pequeñito cuerpo quedó a milímetros del paragolpes.
"¿Estás bien, nene?". "Sí señor", contesta con su tesoro redondo en la mano. Pica la pelota y, como si nada, vuelve a jugar con su hermano. "¡Ey, espera! Tomá un chupetín para vos y otro para él... ¿Cómo se llaman?". "Yo Juan y mi hermanito Manuel. Chau señor", le dijo y, como despedida, le clavó una mirada intensamente marrón.
El padre, testigo mudo de la escena, lanza un abrazo emocionado. "Gracias, soy Daniel, el padre de los chicos. Te estaré eternamente agradecido por tus reflejos". Otro abrazo, este más fuerte que el anterior. "Soy Juan Manuel, nada que agradecer". "¡Cómo los chicos! Los nombres los eligió la madre, cosa de minas, viste". "Sí, cosa de minas, entiendo. Y te digo: yo también soy fanático de Independiente". "Otra exigencia femenina, viste".
La madre, testigo de la escena, apenas con un hilito de voz, concluye toda posibilidad de diálogo. "Vamos Dani", lanza a modo de orden mientras llora desconsoladamente. Clava sus ojos inmensamente marrones en los del conductor por un milésima de segundo. O tal vez un poquitín más. Ocurre que el tiempo no es una medida exacta cuando se trata de amor, olvido y otras yerbas.
"No te conozco, pero gracias". Se da media vuelta y se va. Corre y abraza a Juan y a Manuel. Parece un pulpo. "Se debe haber asustado. Cosa de minas, viste. Los chicos son la luz de sus ojos. Bueno, Juan Manuel, gracias de nuevo. Nunca te voy a olvidar. Nunca".

sábado, 24 de agosto de 2013

Sensación térmica

Era una noche de enero. La ciudad, pegajosa, insoportable, transpiraba en cada una de sus esquinas. Sus cuerpos goteantes se encontraron en el asado del cumpleaños del cuñado de ella y amigo de él. Tras las presentaciones de rigor, imposible romper el hielo de otra manera que no sea hablando del tiempo. Hasta que José lanzó la frase que abrió la puerta de la controversia.
-Igual, yo prefiero esta noche de 30 grados antes que una de 5. Toda la vida. No hay comparación posible.
-¿Qué? No, horrible. Esto se sufre, el invierno se disfruta.
-¿Qué? Mirá, el verano te renueva. Te dan ganas de salir a la calle, de cerveza, de helado, de vivir la vida. Pensás en amaneceres cálidos en la playa y en atardeceres rojos en los parques. El verano nos da vida. Ves musculosas y minifaldas. Te revolotean las hormonas en el aire, porque según estadísticas, en verano se coge mucho más porque hay menos ropa y entonces crece el deseo. El verano nos pone calientes.
Para ella estaba todo dicho y todo callado. "Si tenés con quien", pensó para sus adentros. Igual, era demasiado discurso prefabricado para defender lo indefendible. Agua y aceite. Hielo y carbón. Incompatibilidad a primera charla.
"¿Te gustó Josecito?", le preguntó al otro día su hermana por mensajito. "Un calentón pelotudo", contestó ella. "Demasiado superflua. No demostró nada. Una fría", le respondía él a la misma pregunta de su amigo cumpleañero.
Era una noche de junio. La ciudad, vacía e intolerable, tiritaba en su cemento gris metalizado. Sus cuerpos emponchados se volvieron a topar en el cumpleaños de la hermana. Esta vez no hizo falta la presentación de rigor. "Ah, sí, me acuerdo, ¿cómo te va?”, dijo él desganado, con los dedos entumecidos y el entusiasmo congelado. La respuesta abrió de nuevo, de par en par, la puerta de la controversia.
-Bien, bien. Hoy me toca a mí: te aseguro que estos 5 grados son mucho mejor que tus muy asquerosos 30.
-Estás loca, nena.
-El invierno te energiza por dentro. Te dan ganas de disfrutar de tu casa, de libros, de películas en la cama. Del café y sus olores, del rojo de las estufas, del perfume limpio y puro de los cuerpos sin transpiración. Y las hormonas que revolotean en el aire son puras. Porque nada de coger, en invierno se hace el amor. Los cuerpos se desnudan con arte y pasión. Y, después del frenesí, nada mejor que dormir entrelazados. Insuperable.
-Si tenés con quien, contestó Josecito con mirada fría y corazón bajo cero, ausente de todo termómetro desde hace meses.
Ella escuchó esas cuatro palabras. También las miles que siguieron hasta el otoño siguiente, cuando sólamente hizo falta pronunciar dos. "Sí, quiero", dijeron al unísono con la sensación térmica por las nubes. Afuera, abril les regalaba 20 grados para conformar a ambos.
Por negocios, la vida le puso una encrucijada en el camino: "Vamos allá, dale. Sí todo va bien, en unos años ganamos mucho dinero y nos volvemos a vivir una vida más relajada. No importa el frío, yo te abrigo y compramos la mejor estufa del universo. Y me tenés a mí, que te voy a dar calor en cada segundo de tu vida. Seré el mejor calefactor humano porque seré tuya para siempre".
Allá era Usuhaia, donde vivieron felices tres años, hasta que se quedaron sin gas, la estufa calentó menos y el termómetro interno daba sensación térmica cada vez menor. Para conformar a él, eligieron Brasil para unas vacaciones distintas. Ella, para conformarse, a la vuelta pidió el divorcio con una frase más hiriente que una puñalada: "No me calentás más". Palabras, ese maldito invento que lastima hasta helar las venas.
Esa herida le sangró por años y años. Un lustro después, tras el retorno a la gran ciudad, dos fracasos de noviazgos y aventuras varias con mucha pena y poco gloria, ellá le mandó un mensaje por mail. Llevaban tres inviernos sin noticias uno del otro. "Hola, José. Hola, mi amor. Espero que estés bien. ¿Sabés?, te extraño. Nunca dejé de pensar en vos. Sos el amor de mi vida, me equivoqué. Me di cuenta que todavía tengo tu calor dentro mío. Tus besos, tus olores, tu sexo. Tu alma. Llamame, dale. Quiero volver allá, con vos, juntos, como siempre tuvimos que estar".
Esa noche de agosto, soplaba el último viento del invierno. Los copos de nieve eran del blanco más blanco que ningún pintor pudo pintar. El vino tenía el sabor perfecto. Y cada letra del libro elegido era un estímulo para el alma. "Hola. ¿Sabés que aprendí a enamorarme de tu invierno? Es más: ahora manejo mejor mi temperatura corporal ante los golpes de la vida. Afuera pueden hacer diez bajo cero, pero lo que importa es la sensación térmica interna, ¿no? Perdón, pero mi fuego se apagó y me quedó el corazón congelado. Tus recuerdos son hielo puro. Josecito. PD: No sé como andará tu estufa, pero abrigate que hace frío".

miércoles, 21 de agosto de 2013

De calles y avenidas

"Voy a ir por las calles de adentro así estoy más tranquilo y nadie me hincha", pensó él. Y comenzó a caminar esas diez cuadras. Eran las 11.17.
"Voy a ir por la avenida así veo gente y me distraigo. De paso miro vidrieras a ver si le compro una bobada a este tarado", pensó ella. Y comenzó a caminar esas diez cuadras. Eran las 11.18
A las 11.32, con unos bombones en la mano, él llegó a la casa de ella. Tocó el timbre. Una vez. Dos veces. Después, algunos golpecitos en la puerta. Nadie contestó. Y pensó: "Seguro que está se fue de alguna amiga para hablar pestes de mí. Anoche me quedé en casa para pensar cómo encararla, qué decirle. Y la señorita no está. Yo me jugué por ella todo, enterito. Hice cosas que nunca pensé que haría por una mina. Lloré, sufrí. Me jugué todo. Enterito. Hasta falte a algunos partiditos con los chicos para llevarla a pasear a las ferias esas de mierda cuando me rompía las pelotas. Pero ella nada, sólo ve lo que ella quería ver. No es cierto que el peor ciego es el que no quiere ver. El peor ciego es el que ve solamente lo que quiere ver. Porque así la mirada discrimina".
A las 11.38, con un osito de peluche en su mano, ella tocó el timbre en la casa de él. A los pocos segundos, insistió con varios timbrazos. "Callate, Boby", le gritó al perro que no paraba de ladrar. Y pensó: "Este atorrante se fue de putas y se quedó a dormir en lo de El Negro. O pernoctó en el hotel con alguna trolita. Y yo que estuve toda la noche llorándolo delante de mis amigas. Y el señorito no está. Pero éstas fueron las últimas gotas que nacieron de mis ojos. Yo me jugué todo por él. Enterita. Hice cosas que nunca pensé que haría por un tipo. Hasta lo defendí delante de mi viejo aunque casi nunca tenía razón. Pero claro, él nada, miraba todo desde su egoísmo machista. No es cierto que el tuerto es rey entre los ciegos. El tuerto es rey si sabe ser rey. Y él no supo. No quiso. No nada".
Eran las 11.38. "Voy a volver por la avenida a ver si encuentro alguna parrilla para comer algo. Me dio hambre. Los bombones me los como de postre. Ya fue, nunca más cuidarme por la dieta que esta me ponía. Ya fue", pensó él.
Eran las 11.43. "Voy a volver por las calles de adentro así nadie me molesta. Y, además, así tiro este osito de mierda en algún basurero. Ya fue, nunca más ositos para nadie. Ya fue", pensó ella.

domingo, 18 de agosto de 2013

La puta del penthouse de Recoleta

Sus amigos del barrio, los de siempre, los que lo acompañan desde que pateaba pelotas en la vereda (mal, por cierto) y los que tal vez lo llorarán en la tumba, lo llaman así desde que una mina lo basureó en el boliche de moda. "Ay, sos bajito y feo. Pareces una migajita". Tuvo la mala suerte de que El Negro estaba al lado y escuchó. Todos lo supieron en segundos…
Encajaba perfecto. Pocas veces tan bien puesto un apodo. Sus escasos 160 centímetros contornean una figura desgarbada, desprolija y desprovista de todo tipo de encantos. Es bueno, casi como el pan, pero no tanto. De tan chiquito no llega a ser migaja. Y, para completar, muestra una bipolaridad llamativa entre una sobria adultez matizada con acciones infantiles. Sus amigos, los del barrio, los que nunca lo toman en serio, no entienden como tiene una colección completa de películas de Disney, Pixar y cualquier dibujito animado que salte a la pantalla grande. De Woody a Wall-e, todos.
"Negro, tengo un problema", le dijo pocos días atrás en el café de la esquina. "¿Qué te pasa, Miga?", le preguntó el Negro sin sacar la vista del Olé. "Me dejó Lorena. No sé, dijo que se fue el amor. Para mí tiene otro". Casi sin perturbarse, apenas levantando la viste de la información de Racing, le contestó: "Mejor, pelotudo. Esa mina te estaba zarpando. Pagate una puta y listo. Te recomiendo la del pent-house de Recoleta. Anotá el número".
Migajita agarró una servilleta y copió. Por inercia, no por convicción. Nunca en su vida había pagado una puta. Aunque ese no era el problema. "La extraño, Negro. Se fue hace tres semanas. Es la única mujer de mi vida. Es la mujer de mi vida… No le dije a nadie porque los muchachos me cargan siempre. Pero la extraño". Ahora sí El Negro dejó el diario deportivo a un lado. Lo miró fijo, le dio una cachetada sonora y le espetó: "Es una mina. Hay muchas. ¡Reaccioná!".
Migajita pensó que se había equivocado en contarle al Negro. Pero, ¿a quién más? La vieja está vieja. Con su hermano no se habla desde la muerte del padre. Con el psicólogo no va para adelante y sí va para atrás. Los otros muchachos, Rodri, Pilu y Juancito, se le hubieran cagado de risa en la cara. Aunque sea el Negro lo escuchó, aunque no tuvo la respuesta esperada y la cachetada dolió.
Al mes, justo al mes del portazo de Lorena, Migajita se preparó para una gran tarde de sábado. Compró un kilo de helado, mitad de sambayón y mitad de cerezas, y sacó de la videoteca tres clásicos de los clásicos: Nemo, Cars e Hijitus. Siempre le gustó Hijitus. Hasta le salía bien la voz de Larguirucho y su "blá más fuerte, que no te escucho". Cuando el pote estaba por la mitad, sonó el telefóno: "Miga, salí de ese encierro, pelotudo. Te vas a morir de tanta paja que te hacés. Mirá, llamé a la puta del Penthouse y te espera en una hora. ¡Qué amigo tenés!". Imposible explicarle al Negro que no había ganas de nada, ni siquiera de masturbarse.
La escena se repitió al mes siguiente. Esta vez, el Negro lo amenazó: "Si la dejás clavada de nuevo la mina no me atiende más. Y yo a vos te cago a piñas". Migajita agarró la última remera que compró, la de Le Era del Hielo 3, la campera, se peinó para atrás y salió rumbo a Recoleta. Décimo piso de un edificio de 10. "Pasá", le dijo. "Está bueno, eh", fue lo primero que salió de la tímida boca de Migajita elogiando el bulo. "¡Mirá que buena vista!". Jamás le hubiera dicho nada a ella, la puta, pese a que desbordaba sexualidad y belleza por cada uno de sus poros.
"Ponete cómodo, Miga", lo invitó. Trabajadora talentosa e incansable, esta vez falló. "Perdóname. Vos sos hermosa. Tenés una tetas muy lindas. Pero justo hoy, hace dos meses, se fue Lorena. Y la extraño. No sé, la extraño. Mucho. ¿Soy muy boludo, no? Mejor me voy".
Llorando despacito como para no molestar, Migajita se puso los calzoncillos, los pantalones, la remera, los mocasines lustrados, y se fue. Llegó a planta baja, le agarró frío, y se dio cuenta que se había olvidado la campera. Subió, tocó timbre, y sin levantar la vista por la vergüenza que tenía, le rogó: "Por favor, me olvidé la campera". Escuchó el ruido de sus tacos ir y volver. Agarró la campera, dio medio vuelta y sin despegar los ojos del piso, llamó al ascensor. "¿Me invitás?". "Qué?". "Sí, Miga, si me invitas al cine". "¿Qué?". "La Era del Hielo 3, no la vi. ¿Vos la viste?". "Cinco veces. Pero no entendí el final... Es un chiste". "¡Ja, ja, ja! Vení mañana a las 19 que termino de laburar y vamos".
Migajita se fue con la sonrisa más grande de su vida. Dos cuadras después, sonó su celular, con la música de Los Simpsons. "¿Cogiste, pelotudo?", le preguntó El Negro. "No. Algo mucho mejor. Pero dejá, no lo vas a entender".

Esa noche, se masturbó como nunca antes lo había hecho. Y se durmió mientras miraba Monsters Inc...

jueves, 15 de agosto de 2013

Pan y circo

"Estuviste fantástica. Tengo mucho espectáculo visto en mi vida. Vos brillás. Tomá, esta es mi tarjeta. Escribime. Tenés futuro".

Roberto Moyano, manager artístico, www.rmproducciones, el teléfono y el mail. Eso decía en la tarjeta más lujosa que había visto en su vida. “Uh, debe ser importante”, fue lo que llegó a pensar en ese puñadito de segundos hasta que de atrás, con un grito, la levantaron por el aire y sus piecitos no tocaron más el piso. "Preciosa, ¡que bien! ¡El trapecio, la soga, todo! ¡Sos una genia, mi amor!". Continuó un beso de varios segundos y le dio el abrazo más grande de todos los abrazos.
Media hora después pudo relajarse. Ya habían pasado todas las felicitaciones familiares y todas las de sus amigos. Hasta algún que otro desconocido, le levantó el pulgar tras la función. "Me cambió y vamos", le dijo a su prometido, que como ostentosa respuesta le mostró la tarjeta de reserva del lujoso restaurant donde la lleva para celebrar noches especiales. Allí, por ejemplo, a la luz de las velas de una noche primaveral, él le ofreció casamiento. Un minuto tardó en llegar el sí. "Te quedaste muda. Seguro es la emoción", le dijo esa vez... "Sí, ehhh.. Sí, sí claro”, fue la respuesta.
Nunca llegó a ver la tarjeta. Sus ojos estaban lejos, haciendo una recorrida por todo el lugar. No vio a nadie: ya estaba vacío. Insistió con otra mirada: nada. No hay peor vacío que el que no se quiere ver. Por eso, probó una tercera. Allá, al fondo, vio una silueta que la saludaba. "¡Sí, vino. Y seguro me va a saludar y a decir bombona!", pensó mientras el corazón galopaba como en momentos especiales, solo cuando hay cosas que motiven ese galope único y emocionante. Pero no: era el cuidador de Circo Beat, que sacudía la mano en ese inequívoco gesto que pide celeridad.
El pequeño camarín lucía algo oscuro. Por eso lo revisó de punta a punta cinco veces. Por las dudas. Las flores y los bombones de su prometido yacían en el suelo. No había nada. Había muchas cosas, pero no lo que esperaba. Era la peor nada, la que no da lo que se espera.
Una lágrima le recorrió la mejilla mientras se cambiaba y se ponía el vestido escotado que tanto le gustaba a él. Se pintó los labios, se peinó, los anillos, las pulseras y salió. "Uy, las flores". Volvió a entrar para levantar las rosas, pero olvidó los bombones. "Mi vida, que linda vestido escotado. ¿Especial para mí?". "Sí, ehhh. Sí, sí, claro".
La luna estaba más llena que nunca, tanto que no hacía faltan los faroles de la noche para iluminar la escena. "Mi amor, ¿no me escuchaste? Llevás varios segundo ahí parada. El auto está para allá". Quieta en la puerta, no se atrevía a poner un pie en la vereda. Miraba para todos lados. Una y otra vez. Y otra. Buscaba y buscaba. Miró la luna llena y lo de siempre: la maldijo. Subió al Mercedes negro de vidrios polarizados y, melancólica, hurgaba por cada rincón de la calle mientras todo quedaba atrás. Todo. Absolutamente todo.
"Mirá, pedí que preparen el pan que tanto te gusta. Para una perfecta artista de circo, el pan perfecto". La respuesta fue una sonrisa tibia y un beso casi frío. Una hora y dos champagnes después, ya en el momento del regreso, tuvo que responder la pregunta que no quería escuchar: "Mi amor, fue una noche fantástica. Tu primera actuación en público, ovacionada... ¡Te aplaudieron de pie! Pero no sé, te noto algo triste. ¿Estás bien?". "Sí, ehhh. Sí, sí claro". "¿Segura? Algo raro te pasa, te conozco...". Usó un viejo truco femenino: un beso de esos rabiosos, de lengua intrépida, de labios mordidos. Un beso como el mejor bálsamo. "Mmmm, que rico. Te como toda, ¡preciosura!".
En el viaje de vuelta se quedó dormida. Será por eso que, somnolienta, al entrar al departamento, no vio el sobre tirado en el palier que decía: para la chica del quinto B. "Uy, mirá, una nota para vos. Seguro es de una vecina que te felicita. A ver...". El texto era corto, escrito en computadora: "Los sueños son el alimento del alma. Sabía que ibas a llegar. Mandale un beso grande a tu porvenir, bombona".
No necesitaba más nada. De nada. "¡Que linda nota! Lástima la vecina no firmó. ¡Qué boluda! Ey, no llores, tonta. Bueno, sí, fue un día de muchas emociones. Vamos arriba y te hago unos mimos muy lindos, ¿querés?". Diez segundos después, cuando pudo recuperar el habla, contestó: "Sí, ehhh... Sí, sí, claro"

lunes, 12 de agosto de 2013

El club de las yeguas

-"Vos tomaste mucho, ¿no flaquito?".
Era una noche con olor a sexo en el bar de los jueves de trampa. De fondo, Amy Winehouse destilaba penas y desamores por su garganta inmortal. Volumen bajito, como para no entorpecer los levantes de rutina. Por todos lados revoloteaban los fantasmas de hormonas de otras noches. Saltando y saltando, danzando en el aire, jugueteando y, cuanto menos, terminando con lenguas entrelazadas y cruces de mails y pins. Siempre fue, es y será así. Cuanto más, el sexo rápido, furioso y sin futuro a mediano plazo era la siguiente estación. Después, el tren partirá.
Sobre la mesa yacía una botella de cerveza a un vaso de morir. Su currículum, el del flaquito, indicaba: honesto, trabajador, amiguero, y borracho a partir de dos litros de rubia. Justo ella, morocha de curvas grandes y rectitudes pequeñas, reina de la primavera 2009 y miss deslealtad en 2010-2011 y candidataza en 2012, le insinuaba su estado de embriaguez.
-¿A vos te parece que estoy borracho? Tal vez sí, tal vez no. Tal vez los que siempre te dicen que sí sean sobrios. Tal vez haya que estar borracho para decirte que no...
-No, pará, flaquito. A mí nadie me dice que no. Ni sobrios ni borrachos.
-¡Felicitaciones!
-¿Me estás cargando?
-Para nada. En el reparto de la vida no me dieron ironía. Uy, sonó a versito.
-Te cuento, flaquito. Yo soy la presidente de lo que con mis amigas llamamos el club de las yeguas. Nos aprovechamos de nuestra belleza. Hacemos lo que queremos, cómo queremos y cuándo queremos. Somos tres, bah, ahora cuatro. ¿Ves aquella rubia? Pelo largo hasta la cintura y largas piernas. Irresistible. Está hablando con esos dos musculosos. Es probable que termine con los dos: le gustan los tríos y sentir que los vence a ambos. El poder. Porque es así, los vence a ambos por puesta de espaldas tras varias horas de combate. Ahora mirá para allá. ¿Ves esa de pelo corto muy muy muy tetona? Un ángel delicado que sueña con poetas de contenedor, pero que mientras tanto sucumbe ante los encantos de hombres maduros con billeteras abultadas, autos importados y que encantan serpientes femeninas con generosos regalos para demostrar su poder, ¿viste? Ahora incorporamos a esa gordita. Insistió e insistió para ser socia del club. La pusimos a prueba y después de dos meses de recorrer decenas de bares y boliches nos demostró que es digna de su carnet. El don de la simpatía la hace vencedora cada madrugada. ¿Sabes por qué? Como muchos se sienten intimidados por nosotras, van a lo seguro y ahí la gordita es campeona de campeonas. Poderosa ante los que piensan que ganan después de la derrota, pero no, vuelven y vuelven a perder. ¿Entendiste?
-Sí, pero no hablaste de vos.
-Me dejé para el final, flaquito. Apenas pongo un pie en lugares como estos, siento que me desnudan unos cientos de pares de ojos. Me recorren desde la cima de mi pelo azabachado hasta la punta del dedo gordo que ansían chupar como siervos a mis pies, como esclavos felices de su esclavitud. Me penetran con sus pupilas por cada agujero de mi cuerpo. Me prometen lo imprometible desde el latido galopante de sus corazones excitados y temerosos a la vez.
-Que interesante, pero...
-No, no hablés, flaquito. Yo te explico. Las mujeres no necesitamos demasiado para el revolcón de ocasión. Tenemos el poder. Porque de eso hablamos, de revolcones que tienen el tiempo contado. Una miradita, una cerradita de ojos, y una bandada de buitres de rapiña revolotearán por nuestros cielos. Y yo soy, sabelo, la encantadora de buitres. Ahora, flaquito, ¿me explicás por qué mierda no me llevaste a coger esa noche de lluvia, hace dos semanas, después de hacerme todo el verso barato de Freud, Stamateas, Jagger y Piazzola?
-Tenía partido de fútbol al otro día. Soy rápido. Por eso me dicen el pájaro. Qué curioso, ahora que lo pienso, los pájaros vuelan más bajo que los buitres.
-Vos estás borracho, ¡boludo!
-No, me falta una cerveza todavía. Perdoná, te dejo. Mañana tengo partido con los chicos de la oficina. Solteros contra casados. El que pierde paga el asado y se hace acreedor a las cargadas anuales. No puedo perder.
Le dio un beso sutil en la comisura de los labios y salió a conquistar las calles en su regreso. Afuera, había empezado a garuar. Pero el partido no se suspendía por lluvia.