sábado, 15 de junio de 2013

Herencia



La rutina telefónica se repetía siempre. Idéntica, calcada, inalterable. Primero, el reclamo típico: "¿Cómo era que te llamabas? No venís nunca, mandame una foto tuya". Después llegaba el segundo tema de conversación. Entonces, se cambiaba el singular por el plural. Y decía: "Ganamos". O sino: "Empatamos". O a veces: "Perdimos". El nosotros estaba tácito, no era necesario nombrarlo. El lugar de pertenencia estaba muy claro.
No hace falta forzar la memoria buscando el día en que juramentamos ese vínculo de amor eterno por el color. "Los hijos tienen que ser del mismo equipo que el padre", dijo una vez. Es mandato. Es herencia. Y así fue.
Como pantallazos fugaces invaden recuerdos del pasado. Emotivos, muchos. Bizarros, otros. Un partido contra Altos Hornos Zapla, por ejemplo, correteando por la tribuna de cemento visitante de largos escalones, sin darle bola a lo que hacían los 22 tipos adentro de la cancha, y escuchando la voz del Viejo que tenía un ojo puesto en el partido y otro en las travesuras: "Despacio, te vas a golpear", advertía. "Gol", gritaba después.
Van poquito más de dos años sin esos "ganamos", "empatamos" o "perdimos". Además del color, se heredó la creencia que la vida es esta, es una, y después no hay cielo, ni reencarnación, ni nada más. Cenizas, gusanos y a otra cosa. Por eso, hoy no nace la fantasía de buscarlo en algún lugar del firmamento y hablar del dolor. Sólo queda el consuelo de saber que este dolor no lo sufrirá él. Tranquilo, viejo, yo lo sufro por los dos. Es herencia.

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